“Una brisa. Un amanecer. Un hombre arrodillado, apoyando su frente a su espalda. Sus ojos cerrados, citando palabras en idiomas antiguos. El rocío de los pastizales humedeciendo las placas de su armadura, purificándola del polvo que acumulaba de hace cientos de días. Una lágrima bailando por su rostro, de mirada arrepentida, mientras sus ojos se dirigen a los cielos que lentamente se oscurecen. Luego, el rugido de odio y fervor se siente a lo lejos, temblando ese campo de nadie, esa tierra muerta. Los truenos comenzaron a resonar en la infinidad de los cielos a medida que los malditos ejércitos marchaban en dirección al hombre solitario. Unas gotas frías cayeron en su rostro, quitándolo del trance de la pronta batalla. Los vientos golpearon fuerte al condenado, sin embargo, su armadura iluminaba. Los gritos de los millares sucumbieron el lugar con temor y miedo, pero el Caballero no retrocedió. El poder de los relámpagos devastó lo poco de vida restante en el extenso valle negro, mas el hombre permaneció inmóvil, ya de pie, sin dejar de observar su destino. De pronto, los cientos de miles aceleraron su paso, mientras uno, aparentemente más grande y fuerte al resto, rugía ordenando los suyos la destructiva carga, apuntando su hacha, bañada en sangre inocente, hacia el pobre ser que yacía solo. Unas cuantas millas los separaban de la gloria y la victoria del mal.
Un recuerdo borró todo rastro de arrepentimiento en el valiente y lo glorificó de honor. El Gran Caballero dejó de sentir el frío de los vientos y la lluvia, a pesar de que éstos eran incesantemente fuertes y no daban tregua al a vida. Una pequeña calidez comenzó a entibiar y abrigar al último defensor de los cielos, mientras él decía en voz baja:
- Te amo
Y comenzó a marchar…”
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