Diez días, diez siglos, diez mil años, ¿qué más da? Todo el tiempo es el mismo al luchar contra Ti, Preciosa. Mas, ahora llegan a dar gusto, cuando cargo esta flor en mi corazón, en mi escudo. El último clavel que crecía en estos campos muertos, el último signo de vida de la Madre Tierra. Otórgame el honor de enfrentarme a tu infinidad de hordas, Querida. Otórgame tus sombras, tus maldiciones, tus noches, tus oscuridades enteras. Ni tengo que pedirlas, porque supongo que ya las cursas por estos lugares... ¡Que vengan entonces!
Amor benigno, tu respirar brinda gozo y dicha. Cuán liviana es mi misión ahora que tú has traído luces a mis días. El horror y el terror de aquéllos tiempos del pasado se desvanece con tu caminar, como polvo en el viento. El campo muerto besa tus pies, reviviendo prados ya olvidados. Las ramas de los árboles caídos rozan tu cabellera, resucitando flores quemadas. Las imágenes de bailes tuyos, plasmados en la vieja arena, en el recuerdo de mi envejecida memoria, me da de beber en este desierto de días. Y cuando tu mirar encuentra el mío, ataca con mil dagas mi pecho, mis pulmones, mi cuello, mi todo, exprimiendo las lágrimas reprimidas de mis ojos que bajan lentamente y se evaporan en el suelo maldito. Oh mi amor, ni los poemas más gloriosos podrían llegar a describir una mera idea de ti. Solamente depravarían esa silueta que hoy la he guardado en mi alma. Rodeas toda la dignidad, la gloria, y lo sagrado en ti, fantástica creación de mi Maestro...
¿Qué esperas? Tarde o temprano, llegará mi último día, y yo no permitiré que sea un día, sino un siglo, un milenio a su lado, un infinito como mínimo bajo su regazo. ¡¿Qué esperas?! ¡Ataca!
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